Aunque me bailan las fechas, creo que fue en
segundo curso de la carrera de Geografía e Historia, durante el año 1992,
cuando empecé a acercarme al colectivo LISÍSTRATA de la Universidad de
Zaragoza. Recuerdo que la entrada en la universidad significó una apertura al
mundo del activismo que yo no había experimentado hasta entonces. Una especie
de sacudida interior, de desvelamiento de realidades que no habían estado
visibles a mis ojos se produjo durante esos años. No me resulta fácil dilucidar
qué desencadenó mi interés por el feminismo, pero sí sé que llegó para dar
respuesta a muchas preguntas que me hacía tanto en la carrera (¿por qué no
estaban las mujeres en las historias que nos teníamos que aprender?), como en
mi vida personal e íntima (¿qué me habían contado sobre mi cuerpo y mi
sexualidad con 22 años?). Fue Ana Aguilera quien llegó un día a clase y me
dijo: “Inma, tenemos que ir a esta asamblea de Lisístrata”. Y allí nos
plantamos las dos, ávidas de participar en el colectivo.
Mis
recuerdos de Lisístrata tienen
nombres y caras. Cuando yo entré en Lisístrata encontré a un grupo de mujeres
extraordinarias, que habían dado forma al colectivo y que modelaron mi visión
del feminismo como un movimiento tenaz, plural y festivo. Fueron Amparo Bella,
un generoso referente de historiadora feminista, con su biblioteca plagada de
libros de historia de las mujeres; entonces, sin duda, la biblioteca feminista
mejor nutrida de la ciudad. Paz y Patricia, a quienes recuerdo hablar de
Greenham Common como si fuera el paraíso; y el delicioso pan que preparaba
Patricia y que compartía en nuestras reuniones. A Idoia, con su humor y su
empuje; y a Esther Moreno, tan luchadora y clarividente, que era nuestro puente
con el colectivo Ruda. Y, por supuesto, a Ana Mastral, que convirtió junto con
Toñi la librería de mujeres en punto de encuentro y en nuestro suministro de
conocimiento feminista que fue imprescindible para todas nosotras. No me olvido
tampoco de Maite y de las “jóvenes” que vinieron después: Pili, Sandra, Majo,
Pili…
Mis recuerdos de Lisístrata evocan encuentros, como el de Donosti, a donde viajamos Ana y yo junticas, ávidas de aprender y de cambiar un mundo del que queríamos eliminar la discriminación sexual y, sobre todo, ser más libres en nuestras elecciones y en nuestra sexualidad. La preparación de acciones, pintadas, pegatinas, las charradas en el último piso del interfacultades sobre temas que no se trataban en ningún otro espacio de nuestro día a día, como el aborto, el lesbianismo, la sexualidad femenina o el acoso en las aulas, estuvieron aderezadas por el sabrosísimo pan biológico de Patricia, que representaba también otra manera, para mí completamente nueva entonces, de entender nuestro alimento y el cuidado de nuestros cuerpos.
Con especial cariño, y también desolación, viene a mi mente la visita de Stasa, de Mujeres en Negro contra la Guerra, para denunciar las violaciones como arma de guerra en Kosovo. Desde ese día los encuentros en negro y en silencio en la Plaza España, en la puerta de la Diputación provincial, se convirtieron en la manera de protestar contra la barbarie sexual de la guerra.
Sin Lisístrata es muy probable que mi interés por la historia de las mujeres no se hubiera despertado como lo hizo. Después formé parte del Seminario Interdisciplinar de Estudios de las mujeres de la UNIZAR, realicé mi tesis doctoral desde la historia de las mujeres, y he seguido mi carrera investigadora y también docente intentando incorporar un enfoque feminista en la docencia universitaria. No puedo imaginar, en aquel contexto, con mis inquietudes y búsquedas, mi paso por la universidad sin la experiencia de Lisístrata: ¡gracias, compañeras, por todas vuestras enseñanzas y compromiso!!